Ernst Bontemps protege con tablones de madera las ventanas de su clínica médica de Saint Petersburg, en el oeste de Florida, por segunda vez en menos de dos semanas. Su ciudad, duramente golpeada por el huracán Helene, está ahora en la trayectoria prevista de Milton.
«Esto es demasiado», suspira este gastroenterólogo de 61 años. «Es doloroso porque la última vez tuvimos una devastación completa en todo Saint Petersburg, y aquí estamos otra vez».
El área metropolitana de la bahía de Tampa -que incluye la ciudad homónima, Saint Petersburg y Clearwater- aún guarda las cicatrices del paso reciente de Helene, el huracán de categoría 4 que dejó 227 muertos en el sureste de Estados Unidos.
En Treasure Island, una isla del golfo de México, situada a un puente de distancia de Saint Petersburg, las calles siguen llenas de residuos.
Aquí Helene causó inundaciones en la mayoría de las viviendas y negocios, y los habitantes han apilado delante de sus puertas todo lo que quedó inservible por culpa del agua: camas, colchones, frigoríficos, televisiones y un largo etcétera.
Frente a su casa, David Levitsky observa con preocupación esos montones de objetos. «Todas estas cosas son como gasolina para el viento y van a golpear quién sabe qué por la calle», advierte este jubilado de 69 años.
Como numerosos residentes de esta pequeña localidad, Levitsky intenta proteger lo poco que sobrevivió a Helene antes de evacuar. «Vivir junto al agua es una alegría, pero obviamente, esa alegría viene acompañada de otras muchas posibilidades más negativas», dice.
– Una evacuación distinta –
Unos 40 km al este, en Tampa, la población se prepara para sufrir su peor tormenta en años. La ciudad de 400.000 habitantes, separada del golfo de México por una bahía, teme sobre todo el impacto de la marejada ciclónica y las inundaciones.
Aquí y allá se ven casas con bolsas de arena en las puertas, un intento de frenar los destrozos del agua. Las carreteras sufren largos atascos; los residentes llenan los supermercados en busca de víveres y las gasolineras avisan que ya no tienen carburante que vender.
En medio de esa agitación, Tiffany Burns prepara una evacuación distinta. Esta mujer de 41 años, directora del programa de animales del zoo de Tampa, supervisa dónde van a pasar la tormenta los huéspedes del establecimiento: elefantes, rinocerontes, orangutanes, etc.
El zoo cuenta con varios edificios a prueba de huracanes, donde tiene previsto desplazar a todos sus animales en las próximas horas. «Esperamos que sufran el menor estrés posible, ese siempre es nuestro objetivo», explica Burns.
En un recinto pequeño, dos cuidadoras del zoo atraen a un puercoespín a una jaula dándole trozos de zanahoria y fresa. Una vez encerrado el animal, lo suben con cuidado a un cochecito de golf y se lo llevan a cubierto.
El personal intenta mantener una actitud positiva mientras realiza los últimos preparativos, pero muchos están estresados por lo que pueda pasar en sus casas, dice Burns.
«Es muy difícil ver cómo una tormenta tan grande vuelve hacia nosotros tan pronto», lamenta.
En Saint Petersburg, Ernst Bontemps teme que la repetición de huracanes sea la nueva normalidad para esta parte de Florida.
«Es bastante alarmante», asegura. «Vivo aquí desde hace 22 años y nunca había visto que dos huracanes nos golpearan el mismo año. El verano es más caluroso, el calor es más fuerte, algo está pasando».
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